Dicen que los veranos son para romper con la rutina. Sin embargo, los míos estuvieron, durante cinco años de mi infancia, llenos de hábitos extraordinarios que han marcado mi vida. Las vacaciones estivales eran sinónimo de abuelos, playa y sandia. Cambiaba los libros de texto por el cuadernillo de Santillana, las actividades extraescolares por siestas y la dulce voz de mi madre que nos llamaba para ir al colegio, por una voz ronca que me hacía cosquillas en los pies mientras decía: “¡Arriba, dormilona! Si no te levantas ya, llegaremos tarde a abrir la playa”.
Mi abuelo, mi hermana y yo éramos los primeros en pisar la arena cada mañana. Mi abuelo nos contaba que teníamos que preparar la playa para que los que viniesen detrás la encontrasen perfecta. Era la excusa idónea para justificar los madrugones diarios en pleno agosto y disfrutar de sus nietas en el mejor sitio, cerca del mar. Todos los días recogíamos los envases, las colillas o las medusas que aparecían en la orilla. “Es muy importante mantener la playa limpia para disfrutar del mar nosotros y los que viven en él”, decía. Después tomábamos un tentempié viendo cómo se aproximaban los primeros bañistas y nos preparábamos para bucear y saltar las olas los tres juntos.
Hace pocos meses volví a ese lugar, a esa playa. Me senté frente al mar en el mismo sitio en el que lo hacía entonces. El entorno y los accesos eran distintos. Donde antes había hipnóticas dunas con flora adaptada a zonas áridas, ahora imperaba el ladrillo con construcciones de viviendas y aparcamientos a pie de playa. Cerré los ojos para volver a mis recuerdos, no quería quedarme con esta última imagen de ‘mi playa’. Al abrirlos sentí el pellizco de la nostalgia. Veía a mi abuelo y a mi hermana en la orilla llamándome para que fuera a ver un pulpo que se habían encontrado y que se convertiría en lo más emocionante del día.
Yo lo tengo claro. En esos veranos aprendí a amar el mar y a respetarlo. La inmensidad del océano me cautivó primero por fuera, al imaginar paraísos asombrosos escondidos tras la línea del horizonte que separaba el mar del cielo, y luego por dentro, cuando empecé a descubrir la vida que hay bajo el agua. Aumentó mi inquietud por los animales marinos y si me preguntaban qué quería ser de mayor, respondía con firmeza: “Bióloga marina”. Esta pasión me llevó incluso a dejar constancia en mi piel y la tinta con la que está escrita la palabra océano me acompañará el resto de mi vida. He sido muy afortunada al poder disfrutar de atardeceres y amaneceres frente al mar en diferentes puntos del planeta. Son sin duda alguna unos momentos únicos e irrepetibles que han reforzado mi profundo respeto hacia él.
¿Y ahora qué? ¿Qué hago ahora? ¿Cómo mantengo los recuerdos más bonitos de mi infancia y la sensación de plenitud que siempre me ha aportado el mar si solo quiero llorar? Las imágenes de plásticos acumulados en playas y enredados en tortugas me hunden. Aparto la mirada, no quiero ver la realidad. Es muy dolorosa. Odio el plástico y lucho a diario para reducir su uso pero mi batalla contra él no es suficiente. Nos ha ganado. Está por todas partes y es imparable.
Gracias, abuelo, por enseñarme lo que es realmente el mar y por haberme inculcado los valores del respeto por el medio ambiente y los animales. Tú sí que lo disfrutaste con nosotras, fuimos afortunados. Ahora muchos abuelos no podrán vivir lo mismo. Hay islas hechas de basuras y de plásticos y muchos animales mueren por ingerirlos. Sé que lo pasarías mal si lo vieses. Prometo hacer lo que pueda por ti, por mí y por los que vienen detrás. Te quiero.