Bajo el cielo de Zagora

Tras varias horas de viaje en furgoneta desde donde divisé las montañas nevadas del Atlas y pequeños pueblos teñidos de ocre, el motor se detuvo cuando ya no quedaba rastro alguno de civilización. Un punto indeterminado del desierto de Zagora, en Marruecos, me recibió con un atardecer anaranjado que parecía sacado de una acuarela y con camellos que terminaron de completar la estampa típica de cualquier postal marroquí. Se hizo la oscuridad en el campamento y me tendí sobre una manta para disfrutar de un cielo estrellado que no había visto ni en las mejores películas. El corazón me latía fuerte mientras admiraba su belleza y pensaba en lo rápido que vivimos y en lo poco que nos paramos a deleitarnos con cosas tan sencillas como las estrellas. Junto a una hoguera que calmó mi frío entablé una conversación con un bereber de ojos negros. Las llamas avivaron su mirada y creo que jamás podré borrarla de mi mente. Aquella noche sobraba todo; el teléfono, el reloj y las facilidades a las que acudimos a diario. Tras una noche mágica, un amanecer indescriptible me hizo sentir afortunada, especial y plena.

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